Nuestra corrupción

Hace cuarenta años o más, en la península de Paria. De noche, sentado con algunos campesinos después de la inauguración del Centro Campesino Caribo, promovido por Cáritas, “compañeros constructores” y con el apoyo del INCE, me mostraron con orgullo y picardía cómo lograban sacar el contenido del whisky traído de contrabando desde Trinidad, por medio de una aguja caliente, para reemplazarlo por alcohol de mala calidad y venderlo a un buen precio. Sus ojos brillaban de satisfacción y alegría.
Como en muchas ocasiones similares, no tenía una reacción acertada y me alejé para no mostrar mi confusión y preocupación. Me impresionaba no solamente la trampa, pero igualmente la alegría y la satisfacción del grupo. No observé ni destello de remordimiento o vergüenza, ni la más mínima preocupación por lo que ocurriría a los consumidores. Tiempo más tarde supe que las consecuencias podían hasta ser fatales, e incluso llegar a producir intoxicación de gran alcance.
Tuve luego la impresión, fortalecido por las lecturas y conversaciones frecuentes, que esta actitud casi formaba parte del ADN de nuestro pueblo. Un empresario, desde su silla de oficina, me contaba que sus precios se catalogaban de manera sencilla: Precio uno –para la empresa solicitante–, precio dos (el doble) –para el comprador individual–, y precio tres (el triple o cuádruple) –para el gobierno y sus instituciones, que tienen mucha plata–. Pero para justificarse añadía que la comisión ya estaba incorporada.
Es claro que desde la colonia, y luego aumentada en el tiempo de la independencia, la corrupción estaba ampliamente presente. Hasta Simón Bolívar editó varias veces decretos para condenar, hasta con la muerte, tal conducta en la administración pública.
En mis pasados viajes en la zona costera de Barlovento y Aragua conocí historias de las que uno no sabe si reír o llorar. Se recuerda cómo los hacendados, y en sus frecuentes ausencias, los capataces, participaban activamente en el contrabando con barcos desviados para tal fin para escapar de los impuestos, mientras los esclavos y trabajadores recibían pobre pago en vales que solamente podían cambiarse en la cantina del mismo dueño.
Con el peligro de resumir en exceso, el hombre común/normal de nuestro pueblo conoció el manejo de lo público, en una dinámica inmoral, donde reinaban la trampa, el engaño y el mal trato. Y como buen alumno lo incorporó en su propia vida, con una evidencia que a diario podemos percibir. Y además, somos un país petrolero: hay plata de sobra.
Lo mío y lo tuyo no tienen para nosotros un claro deslinde. Lo que esté a mi alcance, me lo debo apropiar para mi propia supervivencia.
Vale recordar lo que hoy en día pasa, cuando un gran camión se accidenta. Parece una película de Hitchcock o aún peor. El enjambre de gente que se presenta hasta en las carreteras más apartadas, permite vaciar el contenido en un mínimo de tiempo, sea comida, productos del hogar o de cigarrillos. Ni policía nacional ni la guardia pueden y quieren detener esto. Más bien ayudan para evitar que no se convierta en un drama mayor, asegurándose también su compensación imprevista.
Todavía recuerdo lo que pasó hace algunos meses en plena autopista de Caracas, donde el chofer del camión, muerto en atraco, ni se respetaba, y la gente, de toda clase social vaciaba, por encima de él, la carne refrigerada.
A igual como muchos, la gente de los sectores populares percibe desde hace tiempo que los que están en el gobierno están para hacerse ricos ellos y su familia. A pesar de que todos podemos conocer gente honesta, la percepción de la gente común tiene validez y me parece claramente multiplicada hoy en día. Además, el gobierno actual apeló sobre la incorporación en las entidades públicas a sectores que hasta el momento no tenían ni experiencia, ni la suficiente calidad para enfrentar la complejidad de gobernar. No hay mejor entrada para la corrupción que estas incapacidades. Y se convierten en la condición para arreglos y acuerdos pocos ortodoxos para no decir pecaminosos de nuestra corrupción.
Actualmente se ha tejido una maraña de dinámicas alrededor del desabastecimiento, las colas, y los famosos “bachaqueros”. La “viveza” de mucha gente le hace participar en un negocio de productos alimenticios y otros, gracias a sus contactos con algunos vendedores dentro de los mercados. Luego lo venden a precio quintuplicado, mientras esos compradores todavía tienen algunos recursos. Parece increíble, pero tal comercio ilegal permite a miles de personas que sufren el empobrecimiento sobrevivir, reforzando la “viveza” criolla tan ligada a la corrupción. Es tan así que las numerosas bodegas de los barrios no consiguen sus productos en los almacenes normales, sino por medio de los nuevos intermediarios que traen personalmente los productos a pago de efectivo en mano. Y para venderlos a otros pobres: el circuito vicioso de la corrupción.
Gonzalo Barrios, ex candidato presidencial en la década del sesenta, en sus famosas charlas dominicales decía: El problema no es que la gente robe, sino que pueda robar. En un primer momento me pareció un exabrupto moral pero debo ahora reconocer que hay mucho de verdad en esta opinión.
El conjunto de valores, creencias y actitudes de nuestra cultura tienen justificada, en parte, la corrupción. La cantidad de expresiones populares lo reflejan: “Póngame donde haya”; “ellos roban pero nos dejan robar”; “ahora me toca a mí”, “primero yo, y luego veremos”, entre muchos otros.
Felizmente no todo es así. También en medio de este desorden hay burbujas de buen manejo, que abren caminos de esperanza. Ya bastantes empresas y bancos, al igual que organizaciones sociales, han logrado un nivel positivo de transparencia que indica que mucha gente se acopla a normas claras y precisas cuando sus jefes son el ejemplo de tal comportamiento y logran transmitir seriedad y honestidad en su propia conducta.
Publicado por El Nacional